De pronto luz. Miro a mi alrededor y no hay árboles. No hay ramas, sino cuerdas que me ataban, y han caído al suelo. Miro a mi alrededor y hay miles de mariposas revoloteando. Todo ha cobrado sentido, todo el esfuerzo... Casa. Dedico un tiempo a explorar la zona: a oler la hierba fresca, a sentir la lluvia sobre mi piel, a respirar la brisa, a acariciar el calor del sol.
Una cueva.
Hay una cueva, ¿por qué no explorarla? La adrenalina se apodera de mí.
Cojo las cuerdas y las uno ("seguro que tendré suficiente") y ato la primera de ellas a una piedra que hay en la boca de la cueva. Me aseguro de que está bien atada y me adentro fascinada por lo desconocido. Sigo un canto de sirenas que parece venir de lo más profundo de la cueva como el marinero que persigue el faro. Avanzo y avanzo, y me quedo sin cuerda. Necesito continuar. Y continuo. Persigo esa voz. No necesito luz, no necesito cuerdas que me recuerden el camino a casa. Sí, lo necesito. El canto cesa y me encuentro, de nuevo, envuelta en la oscuridad. Intento volver, pero ya no sé cómo hacerlo. Tropiezo con las piedras, caigo. Me levanto, caigo. No puedo moverme, siento el peso de las piedras. Esta vez no son ramas, son piedras. No tengo cielo al que mirar ni estrellas que me guíen.
He olvidado el camino a casa.